Hoy maté una mosca con la mano. Sabrán que matar una mosca con la mano es un triunfo mucho más provechoso que el de matar a un mosquito o a una hormiga… porque es más bien inesperado y ocasional. Cuando se mata a la mosca, la experiencia deriva en un goce prosaico y en un orgullo muy similar al del malabarismo. Uno deja el asco atrás para festejar su logro, como si acabara de aprender a hacer malabares con tres naranjas. Cuando se mata a la mosca, uno sin duda ha logrado malabarear, y con la precisión y agilidad sigilosa de una serpiente, ha hecho que el movimiento de su mano sea el movimiento de la mosca. Uno malabarea entre la quietud y el impulso para lograr su ataque invisible. Porque, para matar la mosca, para apagar su zumbido, uno en realidad se transforma en mosca y: espera (como la mosca), posa quieto (como la mosca), goza de esa quietud (como la mosca), observa (como la mosca), y alcanza la quietud máxima en la que se deshace de todos sus órganos… uno ya no tiene ni pulmones ni corazón ni pulso… (como la mosca) y ¡Pam! aplasta su botón hasta la muerte. Y cuando al fin muere, se le culpa a la pared para dejar de ser la mosca.