Han pasado ya tres semanas desde que sufrí un revés en el trabajo. De repente, comienzo a experimentar angustia, taquicardia y sofocos; siento mucho calor pero a la vez estoy frío y tengo escalofríos. “Me está dando un infarto”, pienso. Estoy desorientado. Lucho para que nadie se de cuenta.
Tras dos horas de pruebas y esperas llega el diagnóstico. “Usted ha sufrido un ataque de pánico”, me dice el médico. Me siento inestable, incapaz y, sobre todo, temeroso de que la situación se repita. Los ataques de pánico son manifestaciones fisiológicas que alertan al organismo de que existe una amenaza (en este caso imaginaria) contra su integridad física o psicológica. Esta percepción imaginaria es lo que diferencia a los seres humanos de otras especies. De acuerdo, no soy una zebra. Pero eso no me consuela. Mientras camino no veo un agujero en el suelo. Un esguince en el tobillo izquierdo me hace sentir más inestable. Sin tiempo a reaccionar regreso a Madrid, donde hacía tiempo que no me sentía tan solo. El corazón me late rápido; todos están ocupados. Estoy aterrado. La soledad en Madrid puede ser muy despiadada.
Un ataque de pánico implica sufrir un miedo intenso que desencadena reacciones físicas muy alarmantes sin motivo aparente. Una de sus características es la falta de control sobre el cuándo, el dónde y el porqué. Dos semanas más tarde, mientras, estresado, intento volver a casa, caigo por las escaleras del metro. Esguince número 2, esta vez en el tobillo izquierdo. Podría ser una comedia pero me duele demasiado. Le explico a mi psicólogo que mi cuerpo me pide que pare. Hace desaparecer mis fantasmas. Tengo demasiados, de todas formas y de todos los colores. Me persiguen y se turnan para atormentarme. Para hacerme creer que la gente me odia, que todo va a ir mal. No hay peligro. Es solo que no sé mirar bien. Anoche volvió; hoy tenía algo importante. Durante 1 minuto vi un mundo paralelo. Me metí en la cama, no quería salir. Creo que me va a tocar vivir con el pánico durante una temporada.